Cuando buscaba un café, un bar, un lugar de mala muerte en el que
morir y luego despertar; solo encontré un parque.
Con pájaros y árboles; y
gente bella y hermosa corriendo y paseando entre lagos y estanques, niños
jugando con sus perros y las niñeras esperando pacientes en los bancos, que
sean las cinco para poder
darles la “bocata” de merienda. Algunas veces pan con Nocilla, otras veces, emparedado de tortilla de
papa, o simplemente el bocadillo de mortadela. Costumbre bien española que
todos los niños del parque adoran.
Allí me senté, recordando aquella época remota y feliz en la que
para mí no había ningún bocadillo, pero si disfrutaba mucho ver la alegría de
mis compañeros de juegos y aventura cuando llegaba la hora de la merienda. Y es
que yo no tenía niñera, ni una
mamá que me acompañara en los juegos, ya
que ella se encontraba trabajando cuidando a algún niñito en
algún otro parque de la ciudad.
Que hermoso que es el Parque de Castrelos. De
pequeña me parecía un mundo de fantasía. Era un paraíso de eternas horas de
juego en las que con mi hermanito nos perdíamos hasta que se ocultaba el
sol. Me fascinaba una
pequeña cascada que solíamos recorrer y cruzar de a saltitos roca
por roca, era un sueño hecho realidad.
El lago, lleno de cisnes y patos y niños convidando las migajas de
sus bocatas era un lugar salido de otro planeta.
No lograba entender la armonía de este parque, de este lugar, de estas
hectáreas verdes y hermosas en las que cada roca parecía ser consciente de que
era ése su lugar en el
mundo. De que allí pertenecían, y
de que esa, era su razón
ser, cada flor estaba destinada a sacar una sonrisa al caminante, y luego moría
porque había cumplido su misión y podía ir en paz.
Tenía que volver a Vigo, tenía que
caminar una vez más por sus calles, recordando una breve ilusión de niñez
placentera.
Sin embargo no era el mejor momento en mi vida para hacerlo,
estaba allí en uno de los lugares más bellos del mundo y yo solo quería partir,
irme de este plano para no regresar.
Las cosas en esta vida siempre pasan por algo, por lo tanto
concentre toda mi energía en ello. Por algo el Universo quería que volviera a
este parque.
Allí me encontraba, sentada cerca del lago y abstraída en mis
recuerdos, en las rodillas rotas de tantos juegos, en aquel niño que nos
acompañó en la más grande aventura que tuve a mis doce años.
Tenía los ojos azules, color cielo, recuerdo que charlaba conmigo
y me miraba tiernamente. Era un poco más grande, unos trece o catorce años, pero había amor en su
mirada, ternura.
Me ponía nerviosa cuando mi hermano me avisaba que no íbamos a
empezar a jugar hasta que el no apareciera, y aún más nerviosa cuando sabía que
podía cruzarlo en los recreos del Instituto.
Me ponía nerviosa pensar en él y no entendía que pasaba. En la
temprana inocencia del amor uno no alcanza a vislumbrar la grandeza del
sentimiento, pero lo
experimenta, y eso sí que es hermoso.
Recuerdo que mi hermano era el nexo entre nosotros, el arreglaba
las horas de juego y proponía los temas de conversación,
cuando eso pasaba; automáticamente los dos nos liberábamos y charlábamos
entre nosotros como si mi hermanito no estuviera allí. No era algo egoísta,
era el deseo de compartir, y el agradecimiento de que un niño más pequeño nos uniera.
Teníamos muchas cosas en común, leíamos los mismos libros, comenzamos a
hacer intercambios, y esa era la excusa perfecta para encontrarnos en el
recreo, devolver el libro de Harry Potter nunca
había sido una situación tan prometedora.
Todas mis compañeras tenían sus amores, incluso había niños que
gustaban de mí y yo decía gustar de ellos, ese flirteo mágico
e inocente que solo se da a esa edad.
Pero sólo uno ocupaba mi mente, quería pasar tiempo con él y
jugar con él y leer con él.
Así había llegado el día en el que teníamos que esperarlo en el
lago. Llego entusiasmado, con una sonrisa radiante de oreja a oreja diciendo
que hoy íbamos a vivir una gran aventura… Comenzamos a caminar por una de las
calles internas del parque. Luego pasamos por la cascadita que
tanto me gustaba. A partir de ese punto todo era nuevo para mí, nunca me había
adentrado tanto en el parque de Castrelos.
Este lugar se llama así porque aquí está el Castillo de un señor
que también así se llamaba, nos comentó muy contento. Yo se los voy a mostrar,
pero no vamos a ir como todo el mundo: de paseo, nosotros vamos a ir como
fugitivos.
La ansiedad que tenía era indescriptible, seguimos caminando por lo
que comenzaron a ser bosques inmensos y misteriosos, oscuros por entre las
sombras de los árboles. Llegamos hasta un muro, el más alto que había conocido.
Un muro típicamente español hecho
de rocas enormes y antiguas. ¿Enserio vamos a trepar esto?
Nunca fui buena en deportes y conocía mi cuerpo torpe y
larguirucho. Pero este niño fue el primer caballero que conocí en mi vida,
subió él y desde arriba tendió su manito para ayudarme. Luego descendió y me
ayudo a bajar. No hace
falta decir que me sentía realizada, siempre fui una princesa de hogar. Y
ahí estaba, saltando un muro, un espíritu de rebeldía incomparable y una
añoranza de aventura que nunca había sentido. Creo que en ese momento ame por
primera vez a un simple niño que me había hecho llegar y soñar más allá de mis limitaciones.
Ante nosotros se extendía el jardín más hermoso que vi en mi
vida. Tenía un laberinto central hecho de setos, realmente como en las
películas y galerías eternas de flores, con bancos de roca en los que los
enamorados se sentaban tranquilamente a charlar. De las paredes de roca
surgían fuentes y bebederos en los que pequeños pajaritos jugaban sin cesar. Y
ante la imponencia de ese jardín se encontraba algo
todavía más impresionante. EL CASTILLO.
¿Se puede entrar? Pregunte tímidamente. Pues claro, vinimos a eso,
pero como fugitivos, ya estamos en el jardín, así que no vamos a pagar
entradas.
El castillo era alucinante, una cantidad sin fin de muebles de una época de
antaño que contaban la historia de una España hermosa, de bellas mujeres y
caballeros. Podía imaginar los bailes en aquellos salones, todas ellas con sus
abanicos, ocultando sus tímidos ojos de aquellos señores que solo buscaban una
esposa a quien amar.
Sé que volvimos a salir saltando los muros, por si acaso un
guardia nos encontraba. Me caí y raspe las rodillas y él soplo con cuidado y me
limpio con agua de la cascadita.
Luego volvimos a casa a contarle a mamá nuestra aventura, emocionados y sin importarnos
los retos. Aquella noche sí que dormí
como un ángel, muy lejos, en mis sueños, sus ojos eran todo para mí.
Hoy, sentada en este parque solo recuerdo eso, sus ojos, sus
hermosos ojos. No recuerdo su nombre. No tengo idea que será de su vida.
¿Cómo puede ser que las vidas de niñitos se crucen de esa manera, dejen una
determinada marca, una determinada impresión en nosotros y nunca más volvamos a
saber de ellas? Daría todo en la vida por saber que fue de ese niño, y…
No pude seguir recordando, no pude seguir divagando, no pude ni
siquiera moverme o casi respirar, porque esos ojos me estaban mirando, como si
me recordaran. Y las mismas preguntas surgían de ellos, la misma emoción y el
mismo sentimiento de antaño, y esa seguridad de que si nos cruzamos en la
niñez, es porque era el momento justo y el lugar exacto.
Porque en este Cosmos, en el que todo es Caos hay alineamientos.